
Mi primer viaje a Tánger
Envuelto en un sueño, decidí viajar a Tánger. Deseaba conocer a esa ciudad sitiada por dos mares, mágica y a la vez extraña, tan llena como incompleta. Una ciudad sin papeleras.
Y conocí a la vieja Dama Blanca, cubierta de maquillaje y perfumada de nostalgia, antaño bella entre las más bellas del Mediterráneo; hoy, sólo recuerdos inexactos de una vida llena de vidas, de pretéritos amantes, de fotografías olvidadas.
Quise acariciarla en la playa, en algún jardín de Marshan, entre las callejuelas de la Alcazaba, entre la Medina, hacia las colinas; bajo un cielo inmenso, a veces añil y a veces negro, donde una luna mora delata las sombras que esconden las noches más silenciosas.
Mi primera vez llegué a El Minzah, deprisa, muy deprisa, y con las maletas extraviadas, al parecer, en Málaga. Mi primera vez llegué dispuesto a ver desde la distancia, a cruzar a través de las paredes, a viajar por el tiempo. A soñar despierto.
Impaciente, y con la más febril de las emociones, me apresuré en llegar a la Plaza de Francia. Una vez allí, mi mirada no dejaba de buscar rostros entre la clientela de la terraza del Gran Café de París.
Cerré los ojos. Al abrirlos, le adiviné sentado al final de la terraza, sin duda se trataba de Paul Bowles. Ahora, un anciano de pulso incierto y mirada quieta tomando notas en un cuaderno oscuro, flanqueado por un té ardiente y un pomo de coloridas freesias. Supuse que, como cada miércoles, regresaba de pasear por el mercado de la calle Fez.
Volví a cerrar los ojos. Al abrirlos, su lugar lo ocupaba un sonriente señor francés teñido por el sol y escondido tras unas sólidas gafas de Prada. El pomo de freesias había desaparecido también.
Como a otros tantos lugares en mi vida, había llegado tarde.